

Cuenta la leyenda que en los tiempos en los que el viejo camino hacia Occidente que marcan las estrellas de lo que llamamos Vía Láctea empezó a llamarse Camino de Santiago, unos monjes bernardos, de Cluny, encargados de cuidar de ese Camino, llevaron consigo a Galicia, al Finis Terrae, unas cepas de sus uvas blancas preferidas.
Las replantaron frente al mar, en el paradisíaco valle del Salnés. Aquellas uvas, según esa leyenda, fueron las que dieron origen a uno de los vinos blancos más importantes del mundo cristiano, del mundo que aprecia el vino: el Albariño. Ahora, los científicos, como siempre empeñados en destrozar las más bellas leyendas, opinan que esto no fue así, y que esas uvas son poco menos que autóctonas.
A mí me da igual. Tengo al Albariño por un vino enorme, grandísimo, y me encantan las leyendas que han surgido en torno a algo tan legendario como el vino. Creo, además, que si eliminamos las leyendas, la Historia sería mucho más aburrida. Fueran quienes fueran los que trajeron las cepas de Albariño a Galicia, monjes cluniacenses o legionarios de Augusto, las consecuencias mil o dos mil años después son extraordinariamente gratificantes.
Caius Apicius, El Confidencial
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